El transbordador Nicolás Avellaneda: la resurrección de un puente


Nota de la Revista BRANDO - Noviembre 2014
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Por Alejandro Caravario | Fotos: Sebastián Pani

Hay solo ocho puentes transbordadores en todo el mundo, y uno de ellos es el de la Boca. Símbolo del barrio y del poderío del hierro, un ingeniero comanda su recuperación y sueña con la posibilidad de que lo declaren Patrimonio de la Humanidad.



La puesta en servicio del Transbordador no pudo concluirse en coincidencia con su Centenario. Sin embargo, las obras avanzan, como muestra este video de FUNDACIÓN X LA BOCA. Julio 2014
Carlos Sácaro dice recordar el rodaje de La Mary, la gran película de Daniel Tinayre que desencadenó el romance ardiente y tumultuoso como un bolero entre la modelo y actriz Susana Giménez y el campeón mundial de boxeo Carlos Monzón. "Allá vivía la familia de ella en la ficción", acota mientras señala el lado de allá, de la Isla Maciel. Eran los años cuarenta y los personajes de la Mary y el Cholo cruzaban en bote el Riachuelo. Aunque el tráfico mermó drásticamente, alguna gente sigue viajando del mismo modo y por el mismo lugar -ahora con un muelle flamante-inmortalizado en las escenas del film. Sácaro es uno de los boteros históricos, con treinta años en una actividad que parece el vestigio de un pasado casi irreal.

El ingeniero Sebastián Sarasqueta, perteneciente a la unidad de negocios Obras Electromecánicas de la empresa Eleprint, es, a todas luces, un cuadro corporativo. Y quizás a menudo lo reclamen las mesas kilométricas y lustrosas de los grandes despachos donde se definen emprendimientos millonarios. Sin embargo, el hombre habla con el fervor de un militante. Vestido de fajina (es decir, dispuesto a ensuciarse), bajo el casco reglamentario y un arnés más complejo que el de un alpinista, muestra con orgullo y detalle la sala de máquinas hecha a nuevo. Los motores, los engranajes originales, preservados con celo, las breves pantallas táctiles de comando que fechan la refundación de este monumento centenario en la era tecnológica: el puente transbordador Nicolás Avellaneda. De sus palabras se desprende que, al menos en este caso, la mística y el compromiso son tan importantes como los cálculos acerca de estructuras, materiales y presupuestos.
Hay solo ocho puentes transbordadores en todo el mundo, y uno de ellos es el de la Boca. Símbolo del barrio y del poderío del hierro, un ingeniero comanda su recuperación y sueña con la posibilidad de que lo declaren Patrimonio de la Humanidad.
"Los trabajadores que tenemos le meten corazón, son buenos artesanos de su trabajo. Todo lo hacen a conciencia y con sentido de pertenencia", sintetiza su logro máximo como líder del grupo. "En septiembre del año que viene, quiero estar cruzando el río. El barrio espera mucho esta obra. Preguntan mucho, la necesitan", agrega. Tan fina sintonía con el deseo colectivo acaso se debe a la sensibilidad del ingeniero. Pero es probable que el barrio influya. Un barrio donde las acciones vecinales -un hábito de raigambre italiana, dicen los que saben- tienen fuerza de mandato bíblico. La Boca, sí. La Boca.

Esplendores y penurias
Estamos junto con el ingeniero y sus colaboradores, y a una altura que el cronista juzga perturbadora, en el puente transbordador Nicolás Avellaneda. Esa colosal demostración de la ingeniería civil inglesa del siglo XIX, algo así como la oda al hierro, material estrella de la época, designado para expresar la magnificencia de un capitalismo en la edad del estirón. Construido en 1914, estuvo en uso hasta 1960 y luego comenzó una larga agonía hasta transformarse en una presencia espectral sobre las aguas espesas (hoy en vías de purificación) del Riachuelo. Aunque lejos de la función vital de los orígenes, cuando miles y miles de trabajadores unían a diario la Isla Maciel, en Avellaneda, con el extremo sur de la Capital, el transbordador conservó su potencia simbólica. Su capacidad de condensar esplendores y penurias del pago chico (su derrotero es idéntico al del propio barrio) y, por lo tanto, de perfilar nítidamente la identidad de La Boca. Ícono popular, también alcanzó la gloria heráldica al convertirse en uno de los blasones del escudo de la pizzería Banchero. Decimos bien, escudo y no logotipo, que sería un remilgo moderno tratándose de los padres de la mozzarella boquense. Más conocida es su aparición en las telas de don Benito Quinquela Martín, donde, a la inversa de Dorian Grey, ha permanecido a resguardo de la vejez y el óxido.
Entre el empuje del vecindario y la voluntad oficial de revalorizar La Boca, el esqueleto metálico que remite a un distante pasado industrial dejó de ser una postal melancólica para integrar un proyecto de recuperación. El plan, comandado por Vialidad Nacional, apunta a que el transbordador, mediante las ingentes reparaciones en curso, luzca como en sus años mozos. Y, lo más importante, que vuelva a trasladar personas de aquí para allá. Ya no obreros, carros de tiro y maquinarias como a principios del siglo XX, sino paseantes interesados en los pliegues de la historia y en las profundidades de Buenos Aires.




"La idea es incluir el puente en un circuito turístico. También se está trabajando en la Isla Maciel en temas de seguridad y de patrimonio. Y hay una conversación avanzada con la empresa Philips para que haya iluminación permanente, como en la Torre Eiffel, que permita cambiar los colores según las fechas de fiesta", cuenta Gabriel Lorenzo, director ejecutivo de la Fundación X La Boca, una ONG que ha participado intensamente en la red de gestiones orientadas al resurgimiento del transbordador y que es una referencia obligada en el barrio. "Estamos empeñados en la recuperación de los valores históricos y patrimoniales de La Boca", completa Lorenzo, y menta el Riachuelo entre sus objetivos institucionales. "Hay que recuperarlo no solo desde el punto de vista ambiental, sino también productivo y cultural. El Riachuelo ha sido la cuna de la Revolución Industrial en Buenos Aires". 

Un puerto, un país
La zona del Riachuelo fue, desde fines del siglo XIX, el punto neurálgico del modelo agroexportador. Los frigoríficos (más sus industrias asociadas como las curtiembres) y el Mercado Central de Frutos, al que ingresaban unos quinientos vagones cargados de lana por día, además de cuero y cereales, impulsaban el tráfico incesante y resumían la matriz productiva de la Argentina. El programa básico de la elite dominante.
Con los años, la industria se diversificó y en el área se radicaron a ritmo vertiginoso empresas navales, metalúrgicas, petroquímicas y textiles, entre otras. A punto tal que, en 1914, Avellaneda era "la principal ciudad industrial y obrera del país", según datos de la Unión Industrial regional. La contrapartida de ese desarrollo fue el costo ambiental, que no se descubrió precisamente en estos días: abundan las crónicas periodísticas escritas más de un siglo atrás que refieren la pestilencia de la cuenca.
En ese ambiente, el Ferrocarril del Sud se encargó de la construcción del transbordador. Fabricado íntegramente en Inglaterra, la estructura se armó en Buenos Aires, pieza por pieza, una faena en apariencia tortuosa, dada la envergadura de la obra y sus bemoles. El puente tiene una plataforma suspendida -la barquilla- que, tirada por cables, permitía cruzar de una orilla a la otra. Este medio de transporte y su exuberancia arquitectónica eran corrientes en esa época en las principales ciudades portuarias. Soluciones alternativas para mover cargas y gente forzaron su lenta desaparición y hoy solo sobreviven ocho transbordadores en todo el mundo: tres en el Reino Unido (Newport, Middlesbrough y Warrington), dos en Alemania (Osten y Rendsburg), uno en Francia (Rochefort), uno en España (Vizcaya, el más antiguo, erigido en 1893 y declarado Patrimonio de la Humanidad) y el Nicolás Avellaneda, único exponente americano en el inventario de reliquias.  
La restauración del transbordador porteño está a punto de comenzar su tercera etapa. Antes de la mano estética de pintura, habrá que remover un gasoducto que, como un ribete ornamental, recorre peligrosamente a la intemperie la silueta de hierro de punta a punta. Se lo soterrará en un túnel descubierto azarosamente y que se extiende por debajo del lecho del río. Un túnel que se utilizó alguna vez para el tendido de cables. Luego resta "reemplazar algunos vínculos deteriorados", vale decir emparchar aquí y allá. Maquillar los estragos ocasionados por el olvido. Tarea que parece liviana, pero que requiere una osadía específica que en la academia se denomina alpinismo industrial.

Obrero y montañista
Dice Sarasqueta que la obra que tienen entre manos los obliga, a veces, a razonar "como los nonos" -aquellos ingenieros que idearon el puente hace un siglo- para abordar algunos desafíos técnicos. Por lo demás, las dificultades provienen del trabajo en las alturas, aunque su equipo está preparado para esas lides. Es más, les encanta el plus de adrenalina que depara la tarea. "El alpinismo industrial es lo que está en vigencia en todo el mundo. Se trata de tomar un riesgo calculado, contemplando las máximas de seguridad, y con la posibilidad de ir en forma directa a lo concreto", explica Sarasqueta mientras contempla los pisos superiores de la enorme osamenta a la que se trepará con sus muchachos a la brevedad.
"Se puede prescindir de un montón de horas de grúa, que son muy caras. Y además se acelera el trabajo, porque la grúa provoca demoras. Se gasta más en horas hombre, pero no tanto en maquinaria pesada. Incluso se pueden hacer mejor los trabajos". Descartando cualquier sospecha de temeridad, aclara: "Ante una eventualidad, un accidente, tengo gente capacitada que puede resolver enseguida un rescate a más de cincuenta metros de altura". Antes de recalar en La Boca, el ingeniero prestó servicios en Brasil, donde hubo que terminar estadios bajo la amenaza del reloj. Su pericia en las alturas (y la de un grupo de treinta compatriotas a sus órdenes) fue muy apreciada para la conclusión a tiempo de la infraestructura faraónica solicitada por la FIFA.




La compenetración del pueblo de La Boca con el puente quedó en evidencia cuando, en el clímax del despilfarro y la devastación que atravesaba la Argentina, estuvo a punto de ser desguazado y vendido como chatarra. ¿Adivinen cuándo y quién gobernaba? En 1993, se avanzó en su liquidación, junto con la de otros puentes en desuso. El tonelaje del Nicolás Avellaneda lo convertía en el corazón de la oferta. Pero las asociaciones vecinales y, en especial, el denuedo del arquitecto Carlos Pasqualini para batallar con las autoridades nacionales y los entonces concejales (una gesta que todo el barrio recuerda) impidieron la consumación del arrebato. La solución política consistió en que el Concejo Deliberante declarara Sitio de Interés Cultural al transbordador y esa investidura lo protegiera de la demolición.

La fraternidad de los puentes
Las ocho piezas símil Mecano que sobreviven en el planeta han dado lugar a una comunidad internacional formalizada en el Congreso Internacional de Puentes. El próximo se celebrará en La Boca y será un capítulo de los festejos por la reapertura. Al menos así lo consigna la agenda de Gabriel Lorenzo. "Van a venir los intendentes de las distintas ciudades para explicarnos cómo fue el proceso de recuperación y qué función cumple actualmente cada uno de los puentes", dice el responsable de la Fundación x La Boca en su oficina frente al Riachuelo, desde donde puede ver el objeto de sus desvelos. En ese segmento de la avenida Pedro de Mendoza, donde se afinca el multiespacio Proa, faro del arte y reducto cool, y donde los visitantes extranjeros se asoman a la colorida singularidad del barrio cuyo altar mayor es La Bombonera, quizá se recorta la utopía productiva boquense. La explotación intensiva del paisaje turístico parece la llave del futuro. Cuando el Nicolás Avellaneda vuelva a la vida, se hará una presentación conjunta para que todos sean declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.



“La Boca es el único barrio de la ciudad nacido gracias a un puerto. El único barrio que, sin hipocresías, convivió con el río durante años, soportando sudestadas e inundaciones sin ningún resarcimiento económico", marca la cancha Antolín Magallanes, director de Relaciones Institucionales de Acumar, el organismo nacional que tiene a su cargo la menuda misión de recuperar la cuenca del río Matanza-Riachuelo. Voz autorizada y reconocida, experto en temas boquenses, integró desde los orígenes la mesa chica donde se urdió el proyecto para unir las dos orillas.

"Al día de hoy, se reparten aquí y allí familias que se relacionan cotidianamente. Si posamos nuestra mirada haciendo foco en La Boca y la Isla Maciel, nos daremos cuenta de que no solo hay una misma geografía, sino que también el paisaje urbano es casi el mismo. En ambos lados hay profusión de conventillos", agrega el funcionario. Y, entre sociológico y poético, completa el cuadro. "Muchos creemos que ese puente representa múltiples cosas. Es, sin dudas, un testimonio de la historia del trabajo en el sur porteño y en toda la Argentina urbana. Por él pasaron verdaderas mareas humanas que se dirigían a sus ocupaciones: los frigoríficos, los astilleros, el puerto, las fábricas... Es un punto de tensión para mirar el futuro. Pero también es un punto de unión, como lugar que simboliza la confraternidad entre las mujeres y los hombres que habitan sus orillas".
Con viento a favor y apego a los contratos firmados, dentro de un año el transbordador Nicolás Avellaneda abandonará el museo de la nostalgia y será un espectáculo del presente. Igual que en 1914.

La esperanza de los boteros
La puesta en servicio del Transbordador no pudo concluirse en coincidencia con su Centenario. Sin embargo, las obras avanzan, como muestra este video de FUNDACIÓN X LA BOCA. Julio 2014

Carlos Sácaro dice recordar el rodaje de La Mary, la gran película de Daniel Tinayre que desencadenó el romance ardiente y tumultuoso como un bolero entre la modelo y actriz Susana Giménez y el campeón mundial de boxeo Carlos Monzón. "Allá vivía la familia de ella en la ficción", acota mientras señala el lado de allá, de la Isla Maciel. Eran los años cuarenta y los personajes de la Mary y el Cholo cruzaban en bote el Riachuelo. Aunque el tráfico mermó drásticamente, alguna gente sigue viajando del mismo modo y por el mismo lugar -ahora con un muelle flamante-inmortalizado en las escenas del film. Sácaro es uno de los boteros históricos, con treinta años en una actividad que parece el vestigio de un pasado casi irreal.



Por dos pesos (cincuenta centavos para los escolares), los gondoleros porteños cubren un trayecto menor a una cuadra. Chicos de guardapolvo blanco y trabajadores integran el pasaje estable de un servicio disponible en el horario de seis a veintiuna y al que la competencia le está haciendo perder los últimos clientes. "Cambió todo. Los botes se terminaron de caer cuando se reinauguró el Puente Avellaneda. Ahora la gente prefiere ir por arriba, caminando", dice Sácaro en referencia al puente que, como un gemelo nacido para opacarlo, lleva el mismo nombre que el transbordador y fue construido a unos pocos metros. Data de 1940, cuando la expansión de los autos exigía vías más modernas, y se recicló en 2010. Algunos boteros, a propuesta de Vialidad Nacional, pasaron a trabajar como personal de seguridad, en el paso peatonal, en lo alto de las nuevas instalaciones. Literalmente, un ascenso

Entusiasmados con las obras en el viejo puente, los boteros confían en que sus embarcaciones se sumarán a la oferta turística. "Sería muy bueno", dice Sácaro y postula un itinerario que surque la Vuelta de Rocha. En tiempos en que el Riachuelo, en terapia de desintoxicación, alberga regatas recreativas, no es difícil de imaginar.








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